divendres, 19 de novembre del 2010

Arenas de justicia desgarrada, por el bien del Estado

Tras la publicación del primer informe independiente desde que estalló la crisis del Sáhara, Human Rights Watch ha puesto de manifiesto los acontecimientos, limando las versiones de ambas partes. Fuerzas del orden marroquís entraron sin armas de fuego en un campamento saharaui de 20.000 personas cercano a El Aaiun levantado hacía un mes, propiciando violentas palizas hasta dejar en la incosciencia a varias decenas de individuos, además de serios daños materiales. A esto le siguieron detenciones masivas y maltratos por parte de la policía a miembros del campamento. El balance de muertos deja dos víctimas saharauis y once miembros de las fuerzas de seguridad de Rabat. Marruecos negó la libertad de prensa, dejando pasar medios de comunicación con cuentagotas.
En el Estado español, el ejecutivo lanzó una prudente y tímida muestra de preocupación, frente a la opinión pública que clamaba por un comunicado de condena más contundente ante la violación de los Derechos Humanos acaecida en la antigua colonia española. Por su parte, representantes del frente polisario declaraban hace unas horas la disposición a continuar con las agresiones si el derecho no era respetado.

España es un Estado con una responsabilidad relativa, pese a lo que defensores de la causa saharaui intenten forzar. Si bien fue metrópoli hasta 1975 y nunca ha renunciado formalmente al territorio, no se ha vuelto a reclamar, y no existen lazos políticos entre ambos. Sin embargo, ¿es adecuada la respuesta del Estado español ante la crisis del Sáhara? Y si lo es, ¿adecuada en virtud de qué? ¿qué subyace bajo esta postura prudente y tímida?

El sistema internacional está articulado en relaciones entre estados donde el máximo valor es lo que cada uno de ellos decida como “interés de Estado”. En el caso español, esos intereses en lo que a la relación Rabat-Madrid se refiere, se compone de seguridad ante un ataque externo, con especial atención al terrorismo islamista radical, el fomento de la actividad económica, tema que no es baladí en la situación actual, control de la inmigración y cooperación policial. Éstas, y el desconocimiento preciso de los acontecimientos a causa de las trabas a la libre expresión impuesta por el régimen alahui, son las razones esgrimidas por el ejecutivo de Rodríguez Zapatero para no dañar las relaciones diplomáticas con Marruecos. La única condena vendría de la mano de la Comunidad Internacional en su conjunto. Parece claro, que la respuesta diplomática es perfectamente adecuada a los intereses de Estado.

Planteemos la cuestión de la forma inversa. ¿Qué se pierde al no condenar la violencia hacia el pueblo saharaui y la escalada de violación de los Derechos Humanos en Marruecos?
Las resoluciones de Naciones Unidas y la jurisprudencia del Tribunal Internacional de Justicia avalan el derecho de autodeterminación del pueblo saharahui, recogido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y la irrupción sin consentimiento en un campamento saharahui por parte de las tropas marroquís atenta contra esa autodeterminación. El enfrentamiento tiene además un peligrosísimo cariz étnico, percibido así por los miembros de ambas poblaciones, independientemente de los entresijos legales que venga a buscar el régimen alahuí para decir lo contrario. A esto se suma la eventual escalada del conflicto sugerida por el representante del frente polisario en Madrid, que a buen seguro chirriaría a más de un defensor del pueblo Palestino que enarbole banderas de hermandad árabe frente a Israel.

España mantiene como principio constitucional el respeto a los Derechos Humanos, y a ellos se adhiere también la comunidad internacional. Sin embargo seguimos moviéndonos en un sistema internacional en el que los Estados, y no los Ciudadanos están en el centro del servicio que prestan los gobernantes. Todos los valores conquistados con la evolución de nuestras sociedades, plasmados en su máxima expresión en la Declaración Universal de Derechos Humanos, no se aplican a este escenario global. Todavía no. De fronteras para dentro, el Estado español está firmemente comprometido con los Derechos Humanos como principio más elemental en cualquier relación humana que se dé. Sin embargo, este constructo, la marca, el límite, la frontera, impide mantener los mismos principios hacia los ciudadanos hermanos de otros pueblos. En este momento, cabría preguntarse, ¿hasta qué punto estamos dispuestos a contemplar cómo se violan impunemente esos valores esenciales que nos hemos dado, en nombre del “interés del Estado”? ¿Es que nadie va a tener la coherencia de extrapolar los valores que los Estados han acordado, desde las sociedades internas a las externas, como marco básico de relaciones humanas? ¿Cuánto más tendremos que esperar para ver al Ciudadano del globo defendido en primerísimo lugar, aunque ello implique sacrificar recursos?

Es cierto que España, además, se halla en una situación difícil por su posición de entrada de migrantes ilegales, proximidad a células terroristas islámicas, la crisis económica de la que no acabamos de remontar. No es a buen seguro, una apuesta fácil declarar su condena abierta a Marruecos. Madrid es tan culpable como París, Washington, Brasilia o Moscú, pero el error ajeno nunca es buen escudo para los fallos propios. El cambio del sistema internacional se puede hacer con otro “summit”, como aquél que transformó tan significativamente el sistema económico tras la crisis actual, o se puede hacer comenzando por pequeñas acciones, reivindicando su por qué, lanzando un mensaje claro a otros Estados. Es el coste de la Justicia. Hoy sin embargo, todavía no vale tanto esfuerzo.

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